No admitir que algo se ha hecho mal, acusar a quien te cuida de haberle robado un objeto que se ha perdido y repetir varias veces las mismas preguntas son tres situaciones tipo que nos indican que podemos estar frente a un deterioro cognitivo.
Esta afección también puede presentar síntomas como dificultades para realizar tareas que antes se dominaban, para acceder al léxico habitual y para orientarse en entornos conocidos.

Si se observa alguno de estos comportamientos, hay que acudir al médico de familia para un posterior desvío al especialista. Será el neurólogo el encargado de determinar si existe o no dicho deterioro cognitivo y en qué estado se encuentra.
Y es que las alteraciones en el pensamiento, el aprendizaje, la memoria o la toma de decisiones –como se define a este problema creciente– pueden ser de carácter leve o llegar a estados agudos que se manifiestan en enfermedades como el alzhéimer y otros tipos de demencia, como los cuerpos de Lewy.
No son enfermedades exclusivas de la tercera edad, pero están asociadas al envejecimiento, estado en el que se pierden facultades mentales y físicas.
Cuando se recibe el diagnóstico, suele tenerse miedo a que los mayores puedan lastimarse o perderse, pero el aislamiento les debilita más. Por lo tanto, la socialización es esencial y sirve para mantener un adecuado bienestar emocional y prevenir depresión o ansiedad.
Se sabe que los estados de ánimo bajos afectan directamente al funcionamiento cognitivo, pudiendo producirlo o acelerarlo. Para frenar la enfermedad con terapias personalizadas, hay cuatro programas terapéuticos que aportan seguridad, ayudan a mantener por más tiempo la autonomía e independencia y pueden reducir alteraciones de conducta como, por ejemplo, la agitación: la terapia ocupacional, la fisioterapia, la neuropsicología y la logopedia.