Revista Mía

Liz Taylor, la diosa de mirada violeta

Fue una niña prodigio inglesa cuya madre se empeñó en convertirla en estrella. Repasamos su vida.

Reyes Zavala

Fue una niña prodigio inglesa cuya madre se empeñó en convertirla en estrella.Era famosa por sus increíbles ojos violeta, sus ocho matrimonios, su pasión por las joyas ostentosas y su tormentosa vida privada.

Qué extraño caso el de Liz Taylor y su relación con el tiempo y con la edad. Famosa desde su infancia, en la que parecía particularmente despierta y madura para sus años, en su adolescencia simulaba una mujer hecha y derecha, y en un momento incierto entre los cuarenta y los cincuenta años decidió convertirse en una anciana, como si al adelantar ese momento crítico para una actriz pudiera por fin relajarse y excederse.

De hecho, quizás el único denominador común en su vida fue el exceso, incluso a veces rozando lo vulgar: amaba las joyas más exageradas, se prodigaba en esos cardados inolvidables, fue alcohólica y adicta a casi todo, vivió con una mala salud de hierro, que delataba sus complicadas emociones y estilo de vida, y se casó en ocho ocasiones.

La mujer más hermosa del mundo disputaba con hombres heterosexuales y comprendía a los homosexuales, a los que defendió cuando el sida hacía estragos y nadie ofrecía una palabra de consuelo a la comunidad gay. Se entendió incluso con el espécimen más extraño del siglo XX, el pobre Michael Jackson, que la adoraba. Ambos habían sido niños prodigio, ambos ocultaban heridas atroces, ambos cultivaban con pasión su extravagancia.

De su extraordinaria mirada hay poco que decir: en sus años radiantes su belleza resultaba turbadora, carnal, menos oscura que la de Ava Gadner, mucho más compleja que la de Marilyn, pero por ello mucho más inquietante. Nadie podía rivalizar con ella en cuerpo, rostro y cabello. Para colmo, era buena actriz, y ni siquiera debía demostrarlo, porque la habían visto crecer y echar los dientes en la pantalla. Hubiera podido, como Greta Garbo, optar por una retirada a tiempo, pero la Taylor era no sólo más grande que la pantalla, sino también más grande que la vida. No pensaba bajarse de ella antes de tiempo.

Nunca estuvo tan hermosa como con su vestido blanco en La gata sobre el tejado de zinc, crecida frente a un Paul Newman arrebatador. En su valiente escrutinio de las emociones de su marido, en la ruptura de las redes podridas que atan a esa familia, esa gata defiende con uñas y dientes lo que cree que es suyo. Su marido, Mike Todd, murió en un accidente mientras ella rodaba. Un leve inicio de declive, una doble barbilla apenas percibida indican que su tiempo había comenzado a marchar a otra velocidad. Y fue ella quien decidió a qué ritmo.

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