El gusto también está en nuestros genes
En nuestros hábitos alimenticios tiene un peso muy importante la influencia familiar y cultural, pero también nuestra genética.
- Autora: Carmen López
El cilantro, esa hierba tan parecida al perejil que en México es un ingrediente omnipresente, es uno de los mejores ejemplos existentes para explicar cómo nuestros genes afectan a nuestra percepción de los sabores. Se trata de un sabor que amas u odias, y este es el motivo por el que los muchos estudios se han centrado en encontrar un por qué.
Para mucha gente, se trata de un sabor más con el que enriquecer los platos, mientras que, para otros, resulta desagradable hasta el punto de no poder consumirlo. La comparación más habitual para definir el sabor del cilantro es con un trozo de jamón, un dato realmente curioso.
El gen OR6A2
Muchos lo llaman el 'gen anticilantro', pues es el causante de que casi un 15% de la población (dependiendo de la zona geográfica en la que se viva) rechace su sabor. La razón es sencilla: este gen detecta unos compuestos orgánicos que se encuentran en esta hierba de la familia del perejil o el hinojo, pero que también incluyen jabones y algunos desinfectantes.
Es decir, tan solo los que no tienen este gen en su ADN pueden permitirse el lujo de saborear las propiedades del cilantro, demostrando, así, que la genética interfiere directamente en nuestros gustos y, por tanto, en la que comemos en nuestro día a día.
A lo largo de la historia, nuestros genes han ido evolucionado: en ocasiones, para enfrentarnos a enfermedades y otras, simplemente, para alejarnos de peligros. Aquí entra en juego el sentido del gusto, una de las pocas armas que tenían los primeros humanos para defenderse de las plantas venenosas. Esto se debe a que muchos alimentos tóxicos tienen un sabor amargo o agrio, así pues, evitar consumir este tipo de vegetales les salvó la vida en más de una ocasión.
Gracias a los conocimientos que tenemos ahora, sabemos que no todos los productos amargos son potencialmente peligrosos, pero lo sabemos cuando somos adultos, no de niños. Este es uno de los motivos por el que los más pequeños rechazan muchas verduras, sobre todo, las que tienen un sabor más amargo.
De la misma forma que nuestros antepasados preferían los alimentos ricos en grasa y azúcar, porque les proporcionaban una carga de energía, hoy la pasta o el pollo frito son los platos preferidos de los niños. Y es que, en su ADN, está escrito que esos platos les van a proporcionar lo que necesitan: energía.
La percepción de los sabores nos empuja a consumir aquellos productos que nos van a hacer sentir bien. Por ello, cuando queremos consumir algo que sabemos que es sano y beneficioso para nuestro organismo, engañamos a nuestro cerebro cocinándolo de aquel modo que lo admita. Por ejemplo, añadiendo azúcar al café o condimentos a las verduras.
Todos tenemos dos ojos, una nariz y una lengua, pero en ellas no siempre hay las mismas papilas gustativas ni están colocadas de la misma forma. Los que más tienen se denominan 'supercatadores' y su superpoder es, simplemente, apreciar sabores de una manera más intensa. Así pues, lo que para una persona es "un poco amargo" para ellos es prácticamente incomible. Esto también afecta a la temperatura a la que nos gustan los alimentos, de ahí que haya personas que pueden tomarse una sopa ardiendo mientras que a otros les duele solo acercarse a la cuchara.
Al igual que la genética interfiere directamente en nuestros hábitos de consumo, también lo hace en la predisposición a sufrir determinadas enfermedades o intolerancias. Tal vez, el ejemplo más sencillo sea la intolerancia a la lactosa.
Mientras que en países de Asia como Japón o algunas zonas de África el porcentaje de personas que no pueden tomar leche animal supera el 80%, en los países nórdicos, esta cantidad no llega al 15%. La razón se encuentra en los hábitos alimenticios que estas zonas han tenido a lo largo de su historia.
La teoría dice que, una vez cumplidos los dos años, nuestro organismo deja de tolerar la lactosa ya que considera que, con el destete, el consumo de la leche no es necesario. Pero en países del norte, donde no siempre las cosechas ofrecían alimento suficiente, la leche se convirtió en uno de los pocos alimentos disponibles durante el crudo invierno. Por lo tanto, los que perdían esa capacidad de procesar la lactosa, tenían muy pocas posibilidades de sobrevivir. Así pues, la selección natural fue la encargada de 'eliminar' a los intolerantes a la lactosa.