El sabor de la leche es ligeramente dulce porque está compuesta por lactosa, que es un tipo de azúcar. Las personas que no tienen problemas de alergias ni intolerancias pueden tomar este alimento sin problema, si es que lo desean, entre otras cosas porque tienen capacidad para metabolizar ese azúcar. Esto es gracias a que su organismo produce una enzima llamada lactasa, que actúa como una especie de “tijeras”, cortando la lactosa en dos azúcares más pequeños: glucosa y galactosa.

Pero hay personas que son intolerantes a la lactosa, es decir, no pueden metabolizar adecuadamente este azúcar porque su organismo no produce la enzima lactasa, o lo hace en una cantidad demasiado pequeña.
Como consecuencia, este azúcar se acumula en el intestino y es fermentado por algunas de las bacterias que lo habitan, produciendo gases que pueden causar molestias digestivas, como dolor abdominal, cólicos, flatulencias, diarrea, etc.
Se estima que en España un 40% de la población es intolerante a la lactosa, aunque no todas las personas la sufren en la misma medida porque existen diferentes grados. Concretamente se hace una clasificación en tres grupos: hay personas que tienen una intolerancia alta y no pueden tomar ningún lácteo que contenga lactosa, otras cuyo grado es medio y pueden por ejemplo comer un yogur y otras con un grado bajo de intolerancia y pueden incluso beber un vaso de leche al día sin problema.
Afortunadamente todas ellas pueden consumir lácteos sin problema porque hoy en día existen versiones sin lactosa.
¿Qué se hace para elaborar leche sin lactosa?
Muchas personas piensan que lo que se hace para elaborar leche sin lactosa es extraerla de algún modo. Pero nada de eso. Lo que se hace es simplemente añadir lactasa para que esta enzima actúe del mismo modo que lo hace en el intestino de las personas que no son intolerantes, es decir, para que rompa la molécula de lactosa en los dos azúcares que la componen: glucosa y galactosa.
Por eso, si nos fijamos en la información nutricional de la leche sin lactosa, veremos que contiene exactamente la misma proporción de azúcares que la leche normal. Y es que la diferencia no está en la cantidad, sino en la composición. Es decir, si en un primer momento la leche normal contiene un 4,5% de azúcares, al final del proceso la leche sin lactosa seguirá teniendo un 4,5% de azúcares.
Lo que ocurre es que en el primer caso se trata de lactosa y en este último, de una mezcla de glucosa y galactosa, porque como ya hemos mencionado, la lactosa no se retira de la leche, sino que se transforma gracias a la adición de lactasa.
Curiosamente la leche sin lactosa tiene un sabor más dulce que la normal. No es porque añadan azúcar ni nada parecido, sino porque la glucosa es más dulce que la lactosa. Y es que no todos los azúcares son igual de dulces. Se considera que la sacarosa, es decir, el azúcar de toda la vida, tiene un poder edulcorante de 100.
Es el valor que se toma como referencia para determinar el de todos los demás. Así, la lactosa tiene un poder edulcorante de 16, mientras que el de la glucosa es de 73, es decir, casi cinco veces superior (también el poder edulcorante de la galactosa es superior al de la lactosa, concretamente es 32).

Además de leche sin lactosa, en los comercios podemos ver también otros productos lácteos que se comercializan con esa etiqueta, como los yogures. Algunas personas piensan que se trata de un engaño para poder vender el producto a un precio más alto, porque están convencidas de que los yogures normales (que son más baratos) tampoco contienen lactosa.
Llegan a esta conclusión porque saben que durante el proceso de elaboración de todos los yogures intervienen bacterias lácticas que transforman la lactosa en ácido láctico, así que suponen que en los yogures normales no queda nada de este azúcar.
Pero en realidad no es así. Es cierto que las bacterias fermentan la lactosa, pero solo una pequeña parte, así que en un yogur normal sí queda una notable proporción de este azúcar. Por eso, para elaborar yogures sin lactosa, lo que se hace es añadir lactasa y esperar unos días a que actúe, rompiendo ese azúcar en los dos azúcares que lo componen, del mismo modo que cuando se elabora leche sin lactosa.
En los quesos ocurre algo parecido, pero con un importante matiz porque a medida que avanza el tiempo de maduración las bacterias continúan fermentando la lactosa, de manera que, a partir del primer mes, aproximadamente, ya no queda nada. Es decir, las personas con intolerancia a la lactosa pueden comer queso maduro sin problemas. En este sentido solo deben vigilar el queso fresco o muy poco curado.