NutriScore, conocido popularmente como el semáforo del etiquetado, ha generado bastante disparidad de opiniones. Desde que en el Ministerio de Sanidad se anunciase que se implementaría este sistema, las voces críticas no han cesado. De hecho, el actual Ministerio de Consumo sigue con la idea de ponerlo en marcha y, además, usarlo para restringir la publicidad de determinados grupos de alimentos a la población infantil.
¿Dónde están sus puntos débiles? ¿Por qué la mayoría de nutricionistas no está a favor de NutriScore? ¿Nos ayudará realmente a comer mejor?
NutriScore, así funciona
Lo primero que hay que contar es qué es NutriScore y cómo funciona. Básicamente se trata de un código de colores y letras, con cinco niveles, que van desde el verde (más sano) hasta el rojo (menos sano) y desde la letra A (más sanos) a la E (meno sanos).
Este símbolo se coloca en la parte frontal de los envases para que los consumidores, de un vistazo, sean capaces de saber ante qué tipo de producto están.
Hasta aquí todo perfecto. Visto sin profundizar en exceso nos encontramos ante una forma fácil de entender el jeroglífico que implica mirar una tabla nutricional y descifrar los ingredientes. ¡Genial! Pero, como todo en esta vida, este método también tiene sus sombras… Y no son pocas.
La siguiente cuestión está en saber cómo se valora cada alimento. ¿Quién lo hace? ¿En base a qué? Bueno, pues es un algoritmo el que se encarga de evaluar cada alimento en función de la composición nutricional por cada 100 gramos de producto. Analiza los ingredientes que no son buenos a nivel nutricional, es decir las calorías, las grasas saturadas, los azúcares simples y el contenido en sal. También analiza los ingredientes buenos para nuestra salud como la cantidad de proteínas, fibra y porcentaje de fruta y verdura. Y así obtiene la valoración final del alimento.
Frutas, verduras, frutos secos y alimentos basados en cereales tendrán las mejores puntuaciones, mientras que los ultraprocesados, cargados de grasas saturadas, azúcares, sal y muchas calorías, tendrán la peor puntuación. Hasta aquí todo correcto.

¿Qué pasa cuando comparamos alimentos ultraprocesados que llevan edulcorantes (por ejemplo la Coca-Cola Zero) con otros procesados ricos en grasas (como nuestro querido aceite de oliva)? Pues que la Coca-Cola Zero tiene mejor puntuación que el aceite de oliva virgen extra, al considerar este último un alimento rico en grasa y con muchas calorías (aunque sean grasas buenas). Ahí está el fallo o, más bien, está lo que puede confundir al consumidor.
Según la recreación que se hizo en su momento desde SinAzúcar.org la Coca-cola Zero tendría una B, un notable para que nos entendamos, mientras el aceite de oliva virgen extra, una D, es decir un suspenso como una catedral.
Son muchos los nutricionistas que han hablado sobre esto en las redes sociales, en sus webs o blogs y en multitud de medios y la mayor parte de ellos parece coincidir en una máxima: este sistema funciona cuando comparamos productos del mismo tipo. No vale comparar galletas y yogures. Lo suyo es realizar la comparación con el mismo tipo de producto (diferentes marcas de yogures) y quedarse con la mejor alternativa.
Boticaria García en su blog explica con muchísima claridad que “la principal ventaja es que muchos de los alimentos ultraprocesados ricos en azúcares y grasas van a tener puntuaciones del tipo D y E y será fácil identificarlos” y que “por el contrario, el inconveniente es que hay algunos productos sobre los que se puede crear confusión”.
Para más inri actualmente este etiquetado es voluntario en nuestro país, por lo que lo están incluyendo las empresas cuyos productos salen con buena nota, mientras que muchos de los ultraprocesados más insanos no tienen el famoso semáforo de los alimentos en la parte frontal de los envases.
Además algunos productos ricos en grasa, como el ya mencionado aceite de oliva o algunos lácteos (como quesos o un yogur griego, por ejemplo), que son perfectamente saludables, pueden salir con malas puntuaciones según este sistema.
Vamos a comparar tres yogures: un yogur natural cuyos únicos ingredientes son leche y fermentos lácticos, con uno de sabores que si te fijas en los ingredientes no lleva fruta (solo aromas) y un % muy elevado de edulcorantes y un griego que lleva más grasa que los anteriores pero buenos ingredientes.
El yogur natural (que de los tres sería la opción más saludable) tendría la mejor puntuación -una A-, el yogur de sabores, que es un ultraprocesado que no es nada interesante, tendría una B, mientras que el griego que sí es sano, tendría una C o una D por su alto contenido en grasa. ¿Por qué ocurre esto? Pues porque este sistema penaliza la grasa y no tiene en cuenta la cantidad de edulcorante.
La mayor parte de fuentes de referencia tienen bastante claro que no hay ningún método que sea 100 % bueno y que este es uno de los “menos malos”. Aunque la mayoría de voces coinciden en que puede resultar muy útil simplificar el etiquetado para que el consumidor lo tenga más fácil a la hora de entender ante qué tipo de producto se encuentra.
Al final, el semáforo nutricional puede ayudar a elegir los mejores productos envasados, pero también puede llevar a confusión y hacer que el consumidor no llene su cesta de la compra de buenos alimentos.
Es fundamental recalcar que lo que tenemos que tener muy claro es que los alimentos más sanos son los que no llevan ninguna etiqueta. Los alimentos frescos y naturales son siempre las alternativas más saludables: las frutas, las verduras, las legumbres, los frutos secos...
El secreto para comer bien está en tener la información para hacer elecciones conscientes y saludables. Saber lo que necesita tu cuerpo, qué es bueno y qué no lo es y qué tipo de alimentos consumir, son las claves para llevar una buena alimentación. Este “nuevo” etiquetado puede ayudar o facilitar la elección, pero no va a ser el que te haga comer bien. Eso está claro.